
Ahí vas Caronte. Mientras empujas la barca haciendo fuerza sobre el remo, tu risa sarcástica se hace oír entre los vivos.
Te retuerces las manos mientras ves a los humanos rehuirte. Sacudes la cabeza mientras los ves darte la espalda, negándote.
-Todos pasaréis por aquí, mis niños. ¿Por qué aún os place tanto la otra orilla?
Mientras los miras incrédulo, entre llantos soportar las miserias y tribulaciones, el hambre y la sed, la guerra y el abandono; te arrimas con un nuevo contingente al otro lado. Los dejas bajar del bote asombrados. Allí todo es tan mágico.
Se miran los cuerpos livianos, se extasían en el asombro del paisaje prístino de los reinos metafísicos. Se bajan apresurados, arrobados por la nueva condición de sus almas. Se ríen a carcajadas de las tontas preocupaciones del pasado. Empiezan a recordar que estaba todo planificado y que el pícaro olvido eran un truco para experimentar el reino físico.
Otra camada de niños recuperándose del olvido, casi saltan de la barca ansiosos cuando los arrimas a la orilla. Una y otra vez, la misma historia. Una y otra vez, del recuerdo al olvido y del olvido al recuerdo. Del llanto y la resistencia a la alegría y la esperanza. Del lamento por dejar un cuerpo pesado y ya cansado al alivio de expandirse en una chispa de luz eterna.
Ahí vas Caronte, vuelves al otro lado. Nunca te cansas de esa preciada tarea. Pero en la medida que te acercas a la orilla de los encarnados, se sienten los llantos y el crujir de dientes. Ves los ruegos desesperados por permanecer un poco más, por mantenerse al precio que sea en ese reino tan desgraciado.
Que deben cuidar a su familia, que tienen un hijo que ahora es pequeño, que aún no han visto a su nieto recibirse, que aún no han hecho todos los viajes que quisieran…
Pero tú eres Caronte y sólo observas y transportas. Invitas a subir a la nueva camada. Algunos tan tranquilos, pero muchos de ellos aún rebeldes, imprecan al embarcar. Siguen haciéndolo mientras la barca se desliza tranquila por el río que separa los reinos.
Como has vivido esta situación infinitamente, tú no te inquietas, sino que sonríes serenamente. Tu corazón de barquero te invita a cantar una canción y a decirles “estén tranquilos, mis niños, ya verán, que todo está bien”. Y los dejas que sigan imprecando -algunos-, mientras que los menos -tan tranquilos- cantan contigo y se ponen en la proa ansiosos por el próximo destino.
En el horizonte aparece la otra orilla. Los tripulantes ya sienten los rayos del sol que viene de todos lados y de ninguno. La paz empieza a sentirse en sus tibios cuerpos y ¡oh! Qué ligero se siente ahora… De repente algún recuerdo, un chispazo de memoria se asoma. En la orilla alguna cara conocida, un familiar que cruzó antes agitando la mano exultante de felicidad viene a recibirlos.
Caronte divertido, mira al grupito de tripulantes. Ya no se quejan a voz tendida, sino sólo en susurros. Poco a poco olvidan seguir negociando el retorno. Lo que hay allí los tiene arrobados.
No importa a quién hayan dejado en la orilla del mundo físico, ahora el éxtasis es protagonista. Ahora se comprende, que al final, ellos algún día vendrán a esta orilla y reirán también extasiados.
Caronte levanta el remo para que la barca se deslice por su inercia… Encallan suavemente.
Otro nuevo grupito, la misma historia, hasta el infinito. O hasta que despierten. Y elijan dejar de cruzar de orilla a orilla…
Pero eso no importa, él es Caronte, el barquero. Sólo transporta. A otro le toca velar por ello. Y así tiene que ser.
Hunde el remo en el agua y se sonríe, satisfecho. La barca comienza a navegar, se escucha un silbido bajito cortando el silencio.
Ahí vas, Caronte.
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