
Había una vez un hombre que no soportaba nada el calor. Durante toda su vida, cuando llegaba el verano, prendía el ventilador. Incluso antes de que comenzara verdaderamente la temporada veraniega.
En las noches frescas, se tapaba con la mantita hasta la nariz, pero aún así, lo prendía.
Disfrutaba no sólo del aire fresquito en la cara, sino también del traqueteo monótono que apagaba los sonidos de la ciudad. Lo dejaba descansar en paz.
Un día, ya entrada la primavera, este hombre decidió ir a una excursión a la montaña.
Era un día de mucho calor, y como no, la conversación con los amigos rondó en torno al clima.
– ¡Qué calor hace! – comentó uno.
– ¡Insoportable! – ratificó otro.
– Las noches últimamente están siendo de locos – agregó un tercero. – Yo ya no puedo más con ellas. Con la ventana abierta ya no me basta. Me despierto 3 o 4 veces en la noche.
Nuestro compañero hasta el momento escuchaba en silencio. Pero en ese momento acotó:
– ¿Y por qué no prendés el ventilador?
– ¿El ventilador? – acotó el electricista del grupo. – Eso es demasiado peligroso. Ha habido casos de incendio culpa de tener el ventilador prendido toda la noche.
– Pero yo duermo con el ventilador puesto desde que soy niño y nunca me ha pasado nada – agregó sin mucha firmeza nuestro compañero.
– Has tenido suerte. Nada de ventilador. Que por menos que eso han perdido la casa mucha gente – dijo el electricista mientras el resto asentía con gravedad y lo miraban ceñudos.
Era la opinión de un especialista en el tema. ¿Cómo iba a ignorarla? Él no podía permitirse que se incendiara su departamento. ¿Y si moría durmiendo sin enterarse? ¿Y si provocaba un gran incendio que pusiera en riesgo la vida de los demás vecinos?
Esa noche, nuestro amigo no prendió el ventilador. Ni las siguientes.
Desde ese día y hasta el fin de su vida, cada verano se conformó con abrir las ventanas y dormir a ratos; inquieto por los ruidos y por el sofocante calor.
Pero era la opinión del especialista y había que respetarla.
Todos lo hacían.
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