
Había una vez un monje budista muy devoto que había oído hablar sobre la figura de un Buda muy poderoso. Decían que en su presencia uno podía sentir la presencia de la Divinidad. Así fue, que sin dudarlo, recogió sus cosas y fue en busca de él.
Tras una larga búsqueda, finalmente encontró la estatua del Buda. Al verla, no cabía en su cuerpo tanta alegría. ¡Por fin experimentaría a la Divinidad y hallaría la Iluminación! Eso decían todos los relatos que había oído.
Se puso en cuclillas e inclinó su frente contra el piso en señal de devoción. Tras agradecer al Universo tan hermoso regalo, se mantuvo ahí firme en silencio esperando una señal. Lo hizo durante horas, paciente. Cuando ya estaba por darse por vencido, oyó una voz retumbar por todos lados:
-¿Qué haces ahí reclinado, mi niño? ¡Levántate!
-¿Eres tú, Conciencia Creadora? -exclamó el devoto emocionado mientras aún inclinado miraba hacia todos lados.
-¿Y quién más sería? Venga, levántate- le volvió a pedir con cierta premura.
El monje se quedó sorprendido. No esperaba aquella reacción a su devoción.
-Pero Altísimo, estoy aquí adorándote, por el amor que te tengo. He oído que aquí frente a la imágen del Buda, tú te revelas y otorgas la Iluminación.
Durante unos breves minutos, sólo hubo silencio. Luego la Voz volvió a hablar, con cariño pero también, con mucha firmeza.
-Hijo mío, lo sé-dijo suavizando la voz- Sé de tu amor devoto y de todo lo que has hecho por llegar aquí. Y es por eso, que hoy te hablo, en respuesta a tu búsqueda. Pero esta estatua no tiene nada de especial.
Hablo desde tí, para tí y gracias a tí.
El monje (perplejo) no pudo emitir ninguna palabra.
-Hijo mío, déjame que te haga unas preguntas: ¿por qué crees que puedes encontrarme en esta estatua que no fue creada por mí y sin embargo, no puedes hacerlo, por ejemplo, en la sencillez de un pimpollo abriéndose al sol? Si necesito un templo o una estatua para comunicarme contigo, ¿no lo habría puesto yo mismo ahí?
Has caminado hasta aquí un largo trayecto, y sin embargo, en el camino te hablé tantas veces.
Te hablé cuando hice que el viento acariciara tu cuerpo en un día de calor.
Te hablé cuando puse a ese niño en tu camino que enterneció tu corazón cuando venías enojado porque una tormenta retrasó tu búsqueda.
Te hablé con el trinar de los pájaros.
Te hablé en esa frase que encontraste garabateada en un muro y con la cual sonreíste.
Te hablé en el hueco que has dejado entre tus pensamientos.
Te hablé también en eso que tú llamas desgracia, y a través de esos que tú llamas tus enemigos.
Te hablé en susurros y a gritos, te hablé hasta en el silencio.
Y sobre todo, te hablé a través de tus sentimientos.
Porque, Hijo mío, YO SOY TODO.
Incluso aquello que no aceptas, incluso aquello que desprecias del mundo.
Si hoy me escuchas ante esta estatua, es porque me ves en ella y a través de ella puedo hablarte. Pero cuando me veas en todo lo demás, seré también todo lo demás.
Porque sobre todo, estoy en tí.
Tú eres la llave y el cerrojo, el Creador y la Creación.
Una parte de Mí, y por ende, del Todo.
Ahora, Hijo Mío, ¿crees que hace falta seguir buscando?
El monje devoto no contestó. Un suave derrotero de lágrimas tibias bajó por sus mejillas.
Miró al Buda sonriendo, dio media vuelta y se marchó.
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